lunes, 9 de noviembre de 2009


Fótógrafo: Pedro Meyer

Ménage à trois

Amélie Olaiz

I
Nina abandona su sitio en la cama, con cautela, como si fuera un palito chino de un juego de Mikado. Cierra los ojos y en un flashazo recuerda las risas, el bar, las miradas, la música y el baile. Esta escena se repite cada fin de semana y siempre termina en departamentos ajenos, con alguien distinto, pero esta experiencia fue la mejor. Hoy por primera vez han sido dos. Sonríe. Hace unas horas esos cuerpos frotaban el suyo, como toros ansiosos. Los observa; hombres hechos y derechos que parecen niños abrazados a la almohada, agotados. Abre las puertas del closet y tira al piso lo que no le gusta, por fin escoge un vestido rojo, se lo enfunda y se mira en el espejo. Le sienta bien, patea su camiseta hacía una esquina y busca sus tacones. Se alza el pelo en un chongo improvisado que ajusta con una pinza de carey. Aún es de madrugada cuando sale a la calle y se pierde entre las sombras de la noche.

II
Fernando abre los ojos, debió beber demasiado anoche porque un dolor punzante se le encaja en la sien. Gira la cabeza hacia la derecha y ve un cuerpo en posición fetal que le da la espalda, no sabe quién es, pero prefiere no averiguar más. Hace algún tiempo que la amnesia del día siguiente acompaña sus parrandas. Debe estar envejeciendo. Se sienta sobre la cama y con las manos presiona algunos puntos del cráneo que ceden bajo las yemas de los dedos y alivian ligeramente el dolor.
Mientras se enfunda los pantalones, busca el resto de la ropa con los ojos. Mira a su acompañante en el lecho y nota que trae puesta su camisa y una falda. Se pone los zapatos, y el saco, antes de salir del cuarto mira el clóset abierto y observa la ropa femenina esparcida en la alfombra. Fernando respira aliviado, ha pasado la noche con una mujer de buen ver. En la bolsa de su pantalón está la cartera intacta. Frente al espejo de una coqueta se arregla el pelo con las manos. En el departamento no hay nadie más. Abre la puerta y baja por las escaleras hasta llegar a la calle. Saca su celular y pide un taxi mientras camina apresurado.

III
Samy se estira a sus anchas en la cama, se incorpora para buscar a sus compañeros de la noche. El closet y la puerta del baño están abiertos pero no escucha ningún ruido. Se han marchado, qué lastima, le hubiera gustado seguir la fiesta. Se levanta y observa su imagen en el espejo, la camisa de él le sienta bien y la pequeña falda de ella le parece graciosa pero se la quita y la avienta bajo la cama. Abre el closet de par en par y escoge unos jeans que le quedan grandes. Calza sus botas vaqueras, se revuelve un poco la pequeña melena mientras silva una tonada desentonada. Hombre, mujer, hombre, mujer, qué más da. Sale al balcón y de una maceta corta varias margaritas amarillas, esparce los pétalos y se marcha.

AL DÍA SIGUIENTE
Mariana entra a su departamento. Es tarde y está cansada, los viajes de trabajo la dejan exhausta. Deja el llavero sobre la coqueta y se mete al cuarto. Un escalofrío la invade, tiene la certeza de que alguien ha dormido en su cama. Olvida el cansancio y sale en busca del encargado. Golpea la puerta de la portería varias veces hasta que el hombre se asoma con el pelo desordenado y la modorra marcada en la cara. Mariana le exige una explicación. El portero le asegura que ella misma entró la noche anterior con sus amigos. Mariana se enfurece. El portero niega haber cogido la llave que estaba escondida en la maceta, baja la mirada y en silencio soporta los reclamos. Mariana sube nuevamente a su departamento, se percata de que hay un camino de pétalos amarillos que la lleva hasta la mesa, donde encuentra el duplicado de la llave.

miércoles, 29 de julio de 2009

Una cama pueden ser infranqueable cuando se han construido murallas en su centro


Fotografa: Amélie Olaiz

En silencio, con los ojos abiertos

Elena Méndez
Para Rubén Don

Necesito estar en silencio, con los ojos abiertos, te dijo mientras yacían sobre la cama, ella en el lado izquierdo, tú en el derecho. Una cama matrimonial. Matrimonial, como implicando un compromiso que ninguno estaba dispuesto a aceptar.
Milagrosamente no había llovido. Se percibía un débil ocaso desde la ventana.
Estrechaste su mano y decidiste hacer lo mismo, contemplar el techo en silencio, con los ojos abiertos, descifrar las manchas de humedad.
Aún no me perdona, pensaste, por eso no osabas despojarla de la ropa. Te recargaste en su hombro. Te acarició el pelo. La observabas de reojo. Cerró los párpados, palpaste su rostro con el índice. Lloraba. Se acostó boca abajo. Le acariciabas la espalda. ¿Cuándo me vas a perdonar? No sé, ya no tengo la misma inocencia de antes, se incorporó levemente, evadiendo tu mirada. Era innecesario, rara vez mirabas a los ojos. Retomó aquella posición.
Empezó a oscurecer.
Te odiaste.
(¿Hacía cuánto que no llorabas?)
Yo no quería que ella lo supiera, confesó de golpe, Eso ya lo habíamos hablado, pues sí, pero cómo quieres que olvide esa humillación, nuestra despedida tan abrupta, se levantó de la cama, acurrucándose sobre la alfombra, pensaste en lo que mencionó acerca de la inocencia, sabías a qué se refería, haber intentado enamorarse de otro. Ahora sonreía tan poco como vos.
¿Entonces? Entonces no sé, tú seguro piensas que vine por sexo y no es así, no es ahora lo fundamental, quería saber qué sentía al verte de nuevo.
Te acomodaste a sus pies. Estiraste una de sus piernas sobre tu abdomen. ¿Sólo eso? Tardó en responderte. Tenía frío, estaba aburrida. Era delicioso su cinismo y sin embargo había conseguido herirte. Creí que todavía… Sí, todavía, murmuró avergonzada. Pero esta noche déjame reponerme de la ausencia. Necesito estar en silencio, con los ojos abiertos, que hoy como siempre seas mi insomnio.

Una línea suelta

Una línea suelta
Fotógrafa: Amélie Olaiz

Palabras desde la cama

Mara Jiménez

Estoy algo ajada. Llevo estas marcas indelebles que cuentan mi historia. Pero mi historia es la tuya. Tus cabellos que sobre mi reposan y a través de los cuales he aprendido a escuchar tus sueños, a leer tu angustia y hasta a enjugar tus lágrimas secretas, esas que derramas en la oscuridad cuando la frustración te hace sentir aplastado y solo.
Soy tu confidente, a la que buscas más por el instinto de tu comodidad, por el placer primitivo de abrazarme, que por el hecho de aceptar que me necesitas cada noche, para conciliar tu día y para conciliar el sueño. Si mediaras unas cuantas frases conmigo, verías que se más de ti, que tú mismo; si no me ignoraras al despertar, habrías sabido de cómo dar ese paso definitivo afuera del quicio de tu casa para enfrentar al sol; si te contara lo que de ti pienso, estarías más conforme con tu vida de lo que estás ahora... pero sólo soy un objeto inerte ante tus ojos planos.
Yo fui creada para eso, para apuntalar la comodidad de tus descansos, para tragarme tus quejidos de placer, para oír tus cuitas a oscuras, para vigilar tus sueños, para amoldarme a ti.
Hoy amanecí sintiéndome peculiarmente agobiada, más ajada que en cada amanecer, y tal vez hasta un poco sucia. No es que quiera cambiar mi oficio ni mi forma, para eso estoy, pero las noches empiezan a pasar en mi estructura y necesito que me ayudes.
Quiero ver la luz, que me lleves hasta le ventana y me dejes un rato observar ese rayo suave que me dará cobijo y evaporará tus lágrimas de la semana pasada; que me dejes sentir el viento deslizándose sobre mis superficies para que se lleve de a poco esos pensamientos terroríficos que te azotaron hace algunos días y de paso los quejidos de tu solitario placer de hace dos meses; quiero los sonidos de las escasas aves que habitan el árbol que está frente a nuestra ventana, para diluir en sus trinos tus sueños imposibles, esos que sueñas con los ojos abiertos y cerrados.
Mi petición no es extraña. Al fin y a cabo, es lo que pediría cualquier almohada que habita la cama de un soltero.

miércoles, 15 de abril de 2009


Fotógrafa: Nigella

Semillas

Nigella

Por circunstancias imprevistas, su masajista habitual no había podido atenderla esa semana. Sonó el teléfono. Era Ernest, un buen amigo que practicaba Tan-Su, una mezcla de masaje Tántrico y Shiat-Su. En cuanto supo de su estado, aún cuando no acostumbraba a hacerlo, se ofreció para darle un masaje en casa.
Era verano y en el porche había un camastro con un futón en el que dormía las noches tórridas. Le pareció un buen sitio para la sesión de masaje.
Días atrás, una amiga le alegraba el humor con una semilla de Araucaria encontrada en el Jardín Botánico. La llevaba en la mano y pensó en Ernest, llegado de Buenos Aires meses atrás. Había comprado un terreno en un monte cercano a su casa porque estaba cansado de andar con un pie en cada orilla del Atlántico. Era un buen regalo para él por su detalle, pero sólo tenía una y le había tomado cariño. La ponía en su mano y sentía calor. Imaginaba ese inmenso árbol con sus profundas raíces, contenido en aquel huevo almendrado. ¡Casi podía verlo! Así que, tenía un dilema: dársela o no dársela.
A las ocho de la tarde, Bebela preparó una infusión de flores de hibisco. Disfrutaba su sabor, color y aroma. Ernest llegó puntual a la cita. Su aspecto no había cambiado, apenas, con el paso de los años. Se sentaron en el porche. Él se mostró extrañado cuando ella sacó la bandeja con la infusión y unas flores frescas de hibisco que había cogido del jardín.
-¿Sabías que ésta es la flor de los tántricos? –preguntó Ernest.
-No. La tomé por primera vez en el Valle de Assuan, en Egipto. Allí es costumbre que te la ofrezcan por la calle.
La bandeja del té parecía preparada adrede para un ritual Tántrico. Hablaron del Tan-Su mientras bebían caliente aquella especie de vino rojo. Bebela insistió en que el masaje no fuera muy profundo. Se conocía bien y no quería entrar en un estado alterado de conciencia así, sin más.
Se prepararon para iniciar la sesión. Ella totalmente desnuda y él con una especie de tanga. No había entendido muy bien sus instrucciones pero se dejaba llevar. Sólo sabía que era un masaje energético muy íntimo, de mucha proximidad corporal y que debía decir que no cuando lo deseara.
Con la ayuda de él, ella se fue despojando de sus miedos hasta el abandono.
Se dejaba llevar en un cuerpo a cuerpo sutil cuando comenzó a sonar, de lejos, una música de cornetas y tambores. De común y tácito acuerdo siguieron como si nada. Al poco, el bullicio se hizo mayor, la música iba acompañada de voces y ruido de tracas. Continuaron como si no fuera con ellos, como cuando en una meditación se dice que no hay que hacer caso de lo que se oye alrededor. Al pasar el gentío, portando el Cristo en andas, por delante de la casa, se encontraban arrebatados por la música, el olor y el estruendo de la pólvora mezclado con el de los jazmines, los “ora pro nobis” de las beatas y el resplandor de las antorchas mientras se entregaban a aquella especie de danza sagrada.
Bebela sintió que se estaban confrontando dos mundos: el pagano y el cristiano. Que de muchos rincones de sí misma se alzaban los temores y amenazas de una religión sádica y masoquista, mientras se entregaba a una espiritualidad del gozo y el amor. La energía era poderosísima. Trató de vivirlo como una limpieza y se permitió sentir los temores del infierno y el pecado.
En medio de todo aquello una corriente intensa de luz blanca ascendía de su pelvis al cerebro, justo detrás del entrecejo, encima del paladar. Abrió los ojos asustada y él le preguntó:
-¿Has sentido una descarga?
Asintió sin hablar, llevándose una mano a la frente para contener aquél torrente.
-No te preocupes,- dijo él- hay que movilizar la energía.
Se relajó y dejó que se expandiera la luz, que estallaba en fuegos de artificio, por su cuerpo hasta que cesó de vibrar y se apagó. Cerraron la sesión con un abrazo y se vistieron.
Mientras tanto, la noche se había unido al encuentro.
-He vivido una experiencia mágica, -comentó Ernest-. El olor a azahar mezclado con el de la pólvora, las cornetas, los tambores, los petardos, el Cristo, las beatas… Por un momento pensé en parar, me preocupó molestarlas, pero luego me di cuenta de que era un miedo mío, en realidad nadie nos veía…
Bebela escuchaba su relato, asintiendo, mientras reconocía una por una las sensaciones de él como suyas.
Entonces vio allí, encima de la mesa, dos semillas de Araucaria. Se quedó perpleja. No se permitió preguntas. Tomó una y se la dio, explicándole lo que significaba. Él se lo agradeció emocionado y le dijo que nunca le habían echo un regalo así.

domingo, 22 de marzo de 2009

Cordillera


Fotógrafa: Amélie Olaiz

La cama después de que hacemos el amor

Eusebio Ruvalcaba

Nada supera la cama después
de que hacemos el amor. Mírala, obsérvala
detenidamente. Cual cordillera
modesta, la sábana, entre explanadas
y cumbres, aún conserva la línea
de nuestras siluetas. Las almohadas,
en cambio, mullidas por el centro,
poco pueden decir de nuestros labios
besándose, desparramando el vino
de una boca a la otra. Acaso el olor,
el olor de tu piel, de tu humedad.
Acaso el olor —el nuestro— haga de esta
cama el mejor lugar para morir.

martes, 10 de marzo de 2009

Hotel La Sirena


Fotógrafa: Yolanda Andrade

Premonición

Carolina Flores Hine

alguna mirada
que vos fijabas en el tiempo
se cruzaba entre mis pasos
y la cama

entonces aprendía
cómo ubicar al miedo
y sobre todas las muertes
yo temía por la nuestra

recuerdo que lloraba
como extrañándote

y aún no había huido

jueves, 26 de febrero de 2009

Apacible


Fotógrafa: Amélie Olaiz

Arrullo de Rosas

José Guillermo Bazavilvazo Rodríguez

Traté tantas veces de llevarla a mi cama y jamás pude.Nunca aceptó a pesar de las lisonjas, los halagos y los ramos de rosas.
—Qué guapa estás hoy, Carmina. Te ves preciosa con ese vestido.
—Ajá—contestaba—, lo único que quieres es cogerme, pero no; busca en otro lado.
Altiva, pretensiosa, eso me excitaba. Imaginaba su cuerpo blanco, etéreo, flotando sobre mi deseo. Percibía sus muslos de roca custodiando el oasis que esperaba, ansioso —imaginaba yo—, mi lengua y mi olfato.
Adivinaba sus pechos ondulantes y convexos ensamblados en mis genitales, mientras bebo la miel de su rosado sexo.
El mío, a su vez, me exigía poner fin a esa vigilia a la que lo habìa condenado. Me miraba implorante y a veces una lágrima escapaba de su único ojo. Mi corazón se sublevaba y cesaba de latir. Esperanzado, reanudaba su camino.
Insomnio era el verdugo, cada noche. Pensar y más pensar, imaginar y fantasear.
Los hombres que pasaron por su vida la agotaron y le quitaron lo que yo forjé con tanto dolor. El insomnio se cansó y me dejó dormir, por fin.
Los años se encargaron de su orgullo: las sombras desquiciaron su rubor. La sintaxis perfecta de su prosa terminó por arrancarle su altivez.
Jamás me entregué a ninguna otra como lo hubiera hecho con ella. Bueno, creo que las prostitutas no cuentan; era cuestión de no castigar de más al sexo. Al fin y al cabo él no entiende de pasiones, sólo sonríe al satisfacer su egocentrismo.
—Qué guapo te conservas —me decía.
—Y tú, en cambio, estás acabada; ni la sombra de lo que alguna vez me trastornó.
—No creas, lo que se tuvo se conserva; las rosas aunque se marchiten, algo guardan de su perfume. Te espero en mi cama; no te arrepentirás.
Al fin la tengo al alcance; pero ya no es etérea —creo yo.
Las columnas de sus muslos no deslumbran, ni su sexo me guiña como antaño.
¿Y el mío? Ya no llora como tantas veces, ni reclama. Su egoísmo parece cosa olvidada. Bueno, al fin y al cabo nada pierdo con probar. De cualquier modo nadie me hizo vibrar sin tocarme, como ella. Antes de morir, bueno sería.
La casa, tantas veces añorada, sonreía; los helechos atisbaban. Los cimientos murmuraban.
Su cama, limpia y convexa se ciñó a nuestros cansados cuerpos, nos abrazó y nos dormimos. El olor a rosas me arrulló.

domingo, 22 de febrero de 2009

El lecho de los entes que esperan

José Espinosa Jácome
Cuando regrese tendrá la mañana su mismo caballo. Sobre la mesa el tiempo enjaulado nos verá. En el rincón colgará toda ropa, el contacto en su boca, y en su prado el azor. Ya que retorne verá repentina la voz del calostro. Sobre la cama oirá la caricia resollar. Se bañará de ostras, palmas, y flores, y verá los efectos por el torso pasar.

martes, 27 de enero de 2009

Lecho de cuadros

Lecho de cuadros

Fotógrafa: Amélie Olaiz

La Cama donde nació Hans

"Los padres de Hans Cristian Andersen-Ane Marie Andersdatter y Hans Andersen-eran tan pobres que cuando se casaron carecían de muebles y tuvieron que construirselos con sus propias manos aprovechando la madera que caía en su poder. La cama de matrimonio la hicieron con unos trozos de madera que habían sobrado de la fabricación del ataúd para un conde muerto en la vecindad. Aquellos trozos de madera, aún envueltos con trapo negro, sembraron el temor en estas almas sencillas, que se veían predestinadas a todas las desgracias. Pero ningún mal les provino. Al contrario, en esa cama de tan lúgubre origen, nació el día 2 de abril de 1805 su hijo Hans Christian en la ciudad de Odense."

(Salvador Bordoy Luque, en el prólogo para los Cuentos Completos de H. C. Andersen, ediciones Aguilar, 1961)
Enviado por José Manuel Poveda (España)

lunes, 26 de enero de 2009

Camas de escritores

La cama es paraíso de la inconsciencia y sus huellas no pueden mentir.
Paraíso de la inconsciencia.
Fotógrafa: Amélie Olaiz



Camas de escritores

Huberto Batis
Para Amélie Olaiz, como yo clinofílica y fotógrafa de camas (yo de divanes habitados)

A propósito de camas de escritores, don Alfonso Reyes tenía junto a su escritorio un echadero en su biblioteca o Capilla Alfonsina “para la siesta”, según me dijo, porque dormía en su recámara con doña Manuelita Mota, y fue lo primero que puse (para leer libros con una sola mano y dormir soñando con las huríes perpetuamente vírgenes) en mi primer departamento -¿Capilla Hubertina?- aunque apenas había reunido algunos volúmenes en un librero construido con tablas y ladrillos.
Don Julio Torri debió pasarse insomne las altas horas en la cama contemplando los cuadros y dibujos eróticos que lo rodeaban por docenas, y que el día que murió pude mirar guiado por Miguel Capistrán, quien detentaba llave de la casa en la Plaza Finlay.
También Ramón Xirau (85 años ha cumplido este año) lee en una angosta litera en su estudio hasta caer dormido, para no molestar con su cigarro a Ana María Icaza. Ahí lo encontré una mañana en que otorgaríamos el Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, junto con el voto de Alvaro Mutis, tercer jurado, ausente.
Juan García Ponce, desde su cama de hospital contemplaba pinturas de sus amigos y fotos renovadas frecuentemente (menos las sagradas: sus hijos), veía el beisbol de las Grandes Ligas de USA, el fut mexicano a veces y películas triple XXX que empecé prestándole y luego regalándole, porque se las robaban sus visitantes. Pasó más de 30 años entre la cama y la silla de ruedas. Escribía mentalmente de noche y dictaba a María Luisa lo memorizado de día. Lo ponían de pie amarrado a un armatoste de madera, donde lo rasuraban. Lo bañaban y lo sentaban en el trono durante largo rato; a veces platicaba con él como si fuera un príncipe… mientras se aliviaba de las cenas yucatecas rociadas con Riojas y Armagnac.
Inés Arredondo mucho me agradeció el regalo de una cobija eléctrica, pues por sus dolores de columna trabajaba en su cama oyendo Radio UNAM y haciendo un reporte diario para Max Aub y Héctor Mendoza; también leyó la obra de Thomas Mann y la de Robert Musil bien calientita, y luego escribía su Acercamiento a Jorge Cuesta. Es bien sabido que Balzac y Proust escribían entre almohadones. En cambio José Vasconcelos presumía de garabatear de pie en su alto escritorio.
¡Cuántos libros se han perdido entre las sábanas y cobertores, no se digan ideas! Así como hay sopa de letras se podría servir un potaje de migas...recogidas en las camas de los clinofílicos, acaso con algún hueso no muy roído para darle sabor al caldo.
En la cama del poeta Tomás Segovia algún travieso hijo "sembró" la prueba de sus retozos en ciernes para que fueran descubiertos por la preferida en turno: un poema a La Eva futura (cfr. Villiers de L'Isle Adam) acaso, con un broche y lazos de corset y media nylon a manera de clip sosteniendo los folios.
Miguelángel Díaz Monges, meus filius putativus (“el que se tiene por padre, hijo, etc., sin serlo”, DRAE), acomoda sus libros en viejos cajones de fruta bien encimados, de manera que merecen una fotografía de Pedro Meyer. Sé que es un adicto del lecho más allá del medio día, porque se desvela a diario deliciosamente, charlando por teléfono, escribiendo, leyendo y defendiendo sus vastos territorios conquistados en Facebook (Internet), seguramente dando lecciones a sus hijos Daniela Andalucía y Alvaro Cristóbal para sustituir la escuela inútil y perniciosa, y por sabido se calla su juntamiento con fembra placentera, por supuesto después de recibir mantenencia como Juan Ruiz, arcipreste de Hita. A veces se asoma a su particular Central Park (José Clemente Orozco), sonámbulo, desde su apartamiento aquilino y escucha a Octavio Paz, quien vivía de niño muy cerca en Mixcoac:
"Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea."

El mejor invento de la civilización

Para compartir los cuerpos.
Para compartir los cuerpos
Fotógrafa: Amélie Olaiz


El mejor invento de la civilización

Agustín Cadena
Clinofilia se llama la adicción a la cama; clinofílicos, los millones de seres humanos que la amamos. Es que, ¿quién está exento de este amor? Cervantes siempre quiso tener una buena cama y muy pocas veces pudo disfrutarla. Y Shakespeare, en su testamento, le dejó a su esposa la segunda mejor de sus camas. ¿Para quién era la mejor? Nadie lo sabe: se quedó para siempre como uno de los muchos misterios de la historia literaria.

La cama es mudo testigo de los sucesos más importantes del individuo, que en ella nace, se reproduce y muere. Pero no nada más eso, en ella se puede hacer todo: leer, ver la televisión, escuchar música, fumar, escribir, dibujar, jugar, estudiar, discutir, emborracharse, recibir a los amigos, mirar las estrellas, ganar dinero... ahí es uno feliz y ahí se refugia cuando se siente desdichado. Baste recordar la típica escena de la adolescente que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se echa a llorar. Tal vez la mayor parte de las lágrimas que una persona llora en su vida las derrama sobre la almohada. Es el lugar de la depresión, de la resaca alcohólica, de muchos intentos de suicidio. De los crímenes pasionales. ¿No es en la cama donde Otelo mata a Desdémona?

Los romanos tenían lechos especiales para comer, para hacer el amor y para estudiar. Y se dice que Luis XI y después otros reyes de Francia tenían una cama en la sala del trono y ahí atendían los asuntos de Estado. Es que el catálogo de las camas recorre toda la escala social, desde las camas de varas de los campesinos, las camas de piedra de los presos y los catres de campaña de los soldados hasta las suntuosas yacijas de bronce o de maderas preciosas con doseles e incrustaciones de perlas y gemas.

Todo esto es sin contar su función principal, la que anuncian los fabricantes: la cama es para dormir. ¿Cuánto tiempo pasa uno en ella entonces? Una persona que duerme ocho horas diarias, a los sesenta años de edad se ha pasado veinte años durmiendo. Veinte años en la cama.

Es cierto que la odian los cuáqueros y los enfermos, pero en cambio la aman los lascivos, los abúlicos, los poetas y los gatos. Y el enamorado o enamorada que, tras la partida del amante, se pone a oler las sábanas con ensoñación. Es que aquel que se ha ido ya de la casa aún perdura un poco en la cama. Y el aroma de su cuerpo está ahí para asegurarnos que lo vivido fue real, que aquello no fue un sueño, y también para apuntalar la promesa del retorno. “¡Volverá!”, dice el olor a besos que guardan las sábanas. “¡Volverá!”, grita el vello púbico que se quedó escondido en algún pliegue de la sábana.

La cama tiene el aliento marino de las mujeres que duermen satisfechas. Huele a sol en la mañana; y en la noche, a luna, a la brisa de flores nocturnas que entra por la ventana abierta meciendo las cortinas sobre los cuerpos entrelazados.

Odiseo debe volver a Ítaca. Ítaca es el nombre de su isla, pero el héroe no quiere simplemente arribar a la costa. Eso no tendría sentido. Él se propone llegar a su casa: una Ítaca dentro de otra Ítaca. Y dentro de esta Ítaca que es su casa hay otra más: la alcoba de su mujer. Y dentro de ésta se halla la última, la verdadera Ítaca: la cama que él construyó con el tronco de un corpulento olivo. Se trata de un simbolismo prodigioso: la cama es el árbol, que es el puente entre el cielo y la tierra. La cama nos conecta con nuestras raíces, pero también con esas ramas nuestras que aspiran a lo Alto.

Las camas y sus misterios(según una novela de John Cheever)

Detalle de como un trono
Fotógrafa: Amélie Olaiz

"En mis viajes he observado que las camas extrañas que ocupo en los hoteles y las pensiones poseen una atmósfera muy distinta según el caso, y ejercen una influencia profunda sobre mis sueños. He sabido que transmitimos parte de nosotros mismos-de nuestro espiritu y nuetros deseos-a los colchones sobre los cuales descansamos, y dispongo de pruebas sobradas para demostrar mi idea. En invierno pasado, una noche en Nápoles soñé que lavaba un guardarropa entero de prendas que no se planchan, algo que como tú bien sabes, yo jamás haría. El sueño era muy explícito, podía ver los artículos de vestir colgados de la ducha, y oler la tela húmeda, aunque eso no es parte de mis recuerdos. Cuando desperté me pareció que estaba rodeada por una atmósfera diferente de la mía, tímida, sincera y casta. Era evidente que en la habitación había una presencia. Por la mañana pregunté al empleado de la recepción quién había ocupado antes mi cama. Revisó sus libros y dijo que había sido una turista norteamericana-cierta señorita Harriet Lowell-que se había trasladado a un cuarto más reducido, y que en ese momento salía del comedor. Me volví para ver a la señorita Lowell, cuyo vestido blanco inarrugable ya había visto en sueños, y cuyo espiritu tímido, casto y sincero aún flotaba en la habitación que ella había abandonado. Sé que atribuirás esto a coincidencias, pero déjame continuar. Un tiempo después, en Ginebra, me acosté en una cama que parecía exhalar una atmósfera tan desagradable y venérea que mis sueños fueron repugnantes. En ellos ví a dos hombres desnudos, uno montado sobre el otro como un jinete y el caballo. Por la mañana pregunté al recepcionista quiénes habían sido los ocupantes anteriores, y dijo: "oui, deux tapettes." Habían hecho tanto ruido que se les había invitado a abandonar el hotel. Después de esto, me acostumbré a imaginar quién había sido el ocupante anterior de mi cama, y a comprobarlo por la mañana con el empleado. Acerté siempre, es decir, siempre que el empleado se mostró dispuesto a cooperar. Si se trataba de prostitutas, a veces estaban pocos dispuestos a ayudar. Si no hallaba ninguna presencia en mi cama, llegaba a la conclusión de que se había mantenido desocupada una semana o diez días. Nunca me equivoqué. Ese año, en mis viajes, participé de los sueños de hombres de negocios, turistas, matrimonios, personas castas y ordenadas, y también prostitutas. Realicé mi experiencia más notable en Munich, durante la primavera.
Me alojé como siempre en el Bristol, y soñé con un abrigo de cibelina. Como sabes, detesto las pieles, pero ví muchos detalles de ese abrigo, el corte del cuello, los retazos de piel color miel, la seda amarilla del forro, y en uno de los bolsillos de seda un par de billetes para la ópera. Por la mañana pregunté a la doncella que me trajo café si la ocupante anterior del cuarto había tenido un abrigo de piel. La doncella juntó las manos, elevó los ojos hacia el cielo y dijo sí, sí, era un abrigo de cibelina rusa y el más hermoso que ella había visto. La mujer estaba enamorada de su abrigo. Para ella era como un amante. Y la mujer dueña del abrigo, pregunté mientras revolvía mi café y trataba de parecer poco interesada, ¿solía ir a la ópera?. Oh, sí, sí, dijo la criada, había venido al festival de Mozart, y durante dos semanas había ido todas las noches a la ópera con su abrigo de piel.
El asunto no me desconcertó demasiado-siempre supe que la vida es sobrecogedoramente misteriosa-pero ¿no dirías que tengo pruebas indiscutibles del hecho de que dejamos fragmentos de nosotros mismos, nuestros sueños y nuestro espiritu en los cuartos donde dormimos?."

©Bullet Park(capítulo XI), de John Cheever(1912-1982)
Enviado por José Manuel Poveda

martes, 20 de enero de 2009

Para soñar

Para soñar
Fotógrafa: Amélie Olaiz

Cuando él viaja y me quedo sola, mi cama es en las mañanas una quietud inmensa y desolada que habla de un sueño estéril...
Mi única queja es que siendo los dos grandes de proporciones, sigamos en una cama matrimonial, porque a él eso de la king size, se le figura de matrimonio mal llevado.
Mara jiménez

Tendedero

Tendedero
Fotógrafa: Amélie Olaiz

Mi cama ya no habla, mi cama es sólo un mueble donde habita un atronador silencio, una agitada quietud.
Paola Cescon